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miércoles, 13 de enero de 2016

Don Nicanor tocando el tambor

Hoy hemos leído en clase un fragmento de este relato de Carmen Martín Gaite, que aparece en una obra suya titulada El cuento de nunca acabar.
Os lo incluyo aquí completo  y con la imagen de estos muñecos que también "poblaron" mi infancia, porque para vosotros son algo totalmente desconocido.

Además, así podréis leerlo completo y comprobar qué tipo de narrador hay en él.

Disfrutadlo. 




"En Salamanca, cuando llegaban las ferias de septiembre, aparecía indefectiblemente en el arco de la Plaza Mayor que da a la calle de Toro, el vendedor de los donnicanores, una de las más vivas fascinaciones de mi infancia.
Colgada del cuello mediante una correa, llevaba una bandeja grande de madera con reborde, y sobre ella se alineaba su uniforme y multicolor mercancía, que vendía a veinticinco céntimos la pieza. Se trataba de unos toscos muñequitos de tela y alambre con cara de garbanzo pepón, un pito adosado a la espalda y delante un tambor. Estaban huecos, y por el borde inferior de ese hueco, que dejaban disimulados los faldellines de tarlatana rosa, azul o amarilla, asomaba un hilito conectado con los brazos de alambre y que, al ser accionado con la mano, los obligaba a repiquetear contra el tamborcillo delantero, armonizándose este tamborileo con los acordes del pito por el cual se soplaba simultáneamente para conseguir un conato más o menos logrado de melodía.
El hombrecito de los donnicanores era un verdadero artista, y pronto me di cuenta de que aquel arte suyo –que a primera vista se diría tan fácil de imitar- no podía adquirirse por veinticinco céntimos. Había que colaborar con la marioneta para hacerla vivir.
- ¡Don Nicanor tocando el tambor! –voceaba de vez en cuando, quitándose el silbato de la boca y haciendo una pausa en su exhibición para pregonar la mercancía -. ¡A elegir! ¡A real la pieza! ¿Para el nene y para la nena!
Nos parábamos a mirarlo y en seguida reanudaba su concierto. De entre aquellos muñecos, todos iguales, había escogido uno que tocaba con destreza y desenvoltura, para animar al transeúnte a la compra de otro cualquiera de los que permanecían mudos sobre la bandeja, dotados –era de suponer- de idénticas posibilidades musicales. La calle se llenaba de fiesta y alegría con los retazos de coplas de actualidad que salían enredadas, como serpentinas de colores, de la boca y las manos de aquel hombre pequeñito con boina. (...) Las dos perras gordas y la perra chica que llevábamos preparadas empezaban a sudarnos en la mano.

- ¿Me da usted un donnicanor?
- ¿De qué color lo quiere?
Los ojos planeaban indecisos sobre aquel ejército de rostros rubicundos e inertes, rematados por una especie de extraño turbante.
           - Ese verde. ¿Lo puedo probar?
           - Claro guapa. Toma. Pero te advierto que todos son iguales  -decía mientras  se guardaba la calderilla.
La prueba era siempre descorazonadora. El “toc toc” de los bracitos de alambre, cuando tirábamos de la cuerda,  nos se acoplaba en absoluto con el pitido sincopado y estridente que arrancaban nuestros labios al soplar.
- Está desafinado.
- No sé. Coge otro.
Bajo la mirada condescendiente, irónica y superior del maestro, acostumbrado a ser testigo de tantos fracasos semejantes, íbamos seleccionando, con progresiva falta de convicción, un donnicanor azul, otro rosa, otro malva, daba igual: “toc toc” y “piii”, ruidos que se disparaban cada uno por su lado. Volvíamos a probar con el que habíamos cogido al principio.
- Ninguno suena como el de usted.
El final solía ser siempre el mismo. El hombre de la boina en un rasgo de suprema generosidad y elegancia, se quitaba de la boca el donnicanor que él estaba tocando, le limpiaba la saliva con un trapito “ad hoc” que llevaba colgado de un clavo en el borde de la bandeja y nos lo alargaba. Le mirábamos con ojos incrédulos, un poco agobiados de la gran responsabilidad.
- ¿Me da el suyo?
- Claro –contestaba con naturalidad-. ¿Qué más da uno que otro?
Unas veces nos atrevíamos a ensayarlo allí mismo, delante de él y otras no, porque esta última prueba era la definitiva y la más dura de afrontar. Nada, no había nada que hacer. "Toc toc" y "piii" por toda respuesta, ya se sabía. 
- Es cuestión de cogerle el tranquillo –nos decía él para consolarnos-. Prueba en casa con paciencia y ya verás. Es paciencia lo que hace falta. De tocar se aprende.”

                                  

C. Martín Gaite. “Don Nicanor tocando el tambor”, El cuento de nunca acabar.

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